Zoológicos humanos, el cruel negocio de Europa a fines del siglo XIX e inicios del XX



El artífice de este horroroso espectáculo fue Carl Hagenbeck: su fórmula, que consistió en exhibir a nativos de países colonizados antes las élites europeas, se popularizó rápidamente entre los siglos XIX y XX.


Desde su país de origen ―ya fuera Chile, Filipinas o el Congo― hasta París; de París a Londres, de Londres a Bélgica, y de Bélgica, directos a la cárcel. ¿El crimen? Ser extranjeros sin recursos. Esta fue la desgarradora travesía de cientos de aborígenes selk'nam, igorrotes y pigmeos, víctimas de uno de los negocios más crueles de la historia colonial: los zoológicos humanos.


Como si de una colección inerte se tratase, tal y como viajan hoy en día las obras de arte de un museo a otro, estos grupos humanos originarios de países colonizados fueron ―valga decir, en contra de su voluntad― objeto de exhibición desde aproximadamente el siglo XVII hasta el XX, especialmente durante las Exposiciones Universales.


Completamente despojados de su dignidad, fueron reducidos a curiosidades vivientes, encerrados en jaulas o aldeas artificiales, presentados públicamente como "compañías de antropófagos", decía el artífice suizo Maurice Maitre, y obligados a representar una versión teatralizada de su cultura, en emplazamientos hoy tan emblemáticos como el Jardin d'Acclimatation de París, el Hyde Park de Londres o el Parque del Retiro de Madrid.


Zoológicos humanos, el lado más salvaje del colonialismo


La aparición de zoológicos humanos respondió a una lógica aparentemente simple: las élites europeas llevaban décadas observando en recintos cerrados animales provenientes de lugares lejanos. En otras palabras, un tigre de bengala o un orangután de Borneo ya no les sorprendía, pero su hambre de "exotismo" seguía creciendo. Así, el primero en llegar a esa conclusión fue el alemán Carl Hagenbeck, quien, bajo el disfraz de espectáculo y ciencia, aprovechó el relato que colocaba los pueblos colonizados como "inferiores" frente a la civilización occidental para montar su brutal negocio.


Entre 1874 y 1878, este zoólogo llevó de gira su espectáculo por numerosas ciudades europeas, dando a conocer una fórmula que rápidamente se popularizó entre la aristocracia. Y en los años siguientes, la misma dinámica se repitió en Hamburgo, donde se organizaron exhibiciones de pueblos sami y nubios, en París, donde se recrearon "poblados exóticos" o en Nueva York, donde un hombre pigmeo africano de 28 años sufrió la peor de las consecuencias: después de vivir tal humillación pública, Ota Benga, como se llamaba, cayó en depresión y se suicidó de un disparo.


Además de servir como espectáculo, la presencia de aborígenes en Europa fue aprovechada por médicos y científicos, que los sometieron a estudios anatómicos y experimentos con el objetivo de respaldar teorías raciales de la época. Esa manipulación, sumada a la exposición a enfermedades contra las que no tenían defensas, provocó muertes masivas: en 1881, once kawésqar procedentes de Chile fueron trasladados por Hagenbeck a Europa. Solo 4 de ellos lograron sobrevivir.


La participación española en el horroroso espectáculo


España no fue ajena a este fenómeno de masas. En 1887, con motivo de la Gran Exposición de Filipinas, el gobierno organizó en el parque del Retiro una recreación de un poblado indígena: allí fueron exhibidas unas cuarenta personas pertenecientes a comunidades como los igorrotes y los tinguian, convertidas en atracción para el público madrileño.


Fue necesario el paso del tiempo ―concretamente, de casi cincuenta años desde ese episodio en España― para que el mundo occidental comenzase a despertar: se sabe, por ejemplo, que durante la Exposición Colonial de París de 1931 surgieron voces críticas entre los más de ocho millones de visitantes. Algunos periodistas calificaron la exhibición como "la más espectacular extravagancia colonial montada en Occidente". 


La última de ellas, sin embargo, no llegó hasta 1958 en Bruselas. Es decir, hasta hace menos de un siglo. Fue en Bruselas, en plena Exposición Universal, cuando se levantó un poblado típico habitado por congoleños expuestos a las burlas del público. Con aquel montaje, se cerraba un ciclo de humillación que hoy, al recordarlo, nos obliga a mirar de frente a las sombras de nuestra historia reciente.


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