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El legendario Fuerte de Boroa


Ubicado al sur del río Cautín y al norte del río Quepe, Francisco de Villagra (segundo gobernador español de Chile) encomienda la construcción de un fuerte en el sector de Boroa y fue destruido por Anganamón en 1598.

En 1606 se construye un segundo fuerte, por orden del Gobernador Alonso García de Ramón, a cargo del capitán Juan Rodulfo Lisperguer:

Siete leguas hacia el sudeste de la antigua ciudad consagrada a Carlos V, pero siempre a orillas del Cautín, y en su confluencia con el río Damas...

Boroa está situado en el riñón de La Araucanía, equidistante entre Penco y Valdivia, y en medio de colinas blandas y boscosas  densamente pobladas...

El 20 de septiembre de 1606, Juan Rodulfo Lisperguer muere en plena guerra de la frontera en la batalla de Boroa, donde comanda a 293 soldados, de los cuáles no sale uno vivo. El jesuita Rosales revela la magnitud del desastre bélico al señalar que en Tucapel hubo 53 víctimas españolas al mando de Pedro de Valdivia; en Marihuano, 96 hombres al mando de Pedro de Villagra; en Curalaba, 40 soldados a las órdenes de Oñez de Loyola; y en Cangrejeras, 97 españoles, mientras que en Boroa murieron 294 españoles.

Como muchos otros lugares patrimoniales, este abandono luce hoy el lugar donde estuvo el legendario Fuerte de Boroa (Foto: Consejo de Monumentos Nacionales).


Relato del "Desastre de Boroa", en la Historia de Chile, de Diego Barros Arana

Con acuerdo de sus capitanes, García Ramón había resuelto fundar un fuerte, que a la vez que impusiese respeto a los indios de esa comarca, sirviera de lugar de refugio y de asilo de los cautivos españoles que lograsen escapar de las manos de sus opresores. 

Creíase con fundamento que en los contornos de las destruidas ciudades de la Imperial y de Villarrica, debían hallarse retenidos muchos de esos cautivos; y se pensaba que un establecimiento español colocado en los campos intermedios, prestaría los más señalados servicios para el rescate de aquellos infelices. 

Con este propósito, el Gobernador eligió un hermoso llano, situado en la comarca de Boroa sobre la margen izquierda del río Cautín. Sin demora inició los trabajos para la construcción de un fuerte que por su extensión llegó a ser el más considerable que se hubiere levantado en Chile. 

Aunque faltaban en el campamento los indios auxiliares que tan útiles servicios solían prestar en estas ocasiones, los españoles, desplegando la más infatigable actividad, alcanzaron a ver aquel fuerte, al cabo de cuarenta días, rodeado de un ancho foso, defendido por sólidas y espesas palizadas, y provisto de espaciosos galpones y de chozas para contener una guarnición considerable. Esa plaza, que el año siguiente se pensaba convertir en ciudad, recibió el nombre de San Ignacio de la Redención.

Pero antes que esas construcciones estuviesen terminadas, debieron comprender los españoles que en aquellos lugares tendrían que sostener una lucha tenaz y encarnizada. 

Mientras el Gobernador, a la cabeza de una buena parte de sus tropas, hacía campeadas en todas las inmediaciones con la esperanza de rescatar algunos cautivos, los indios sin arredrarse por ningún peligro, intentaron dos vigorosos ataques contra el fuerte. 

En uno de ellos, empeñado en una noche oscura y con todas las precauciones necesarias para sorprender a los españoles, consiguieron penetrar en el recinto fortificado; y a tener más orden y disciplina, habrían conseguido una importante victoria. 

Pero los bárbaros perdieron un tiempo precioso en el saqueo de los primeros galpones y chozas que ocuparon, y dieron tiempo a que se organizara la resistencia dentro del fuerte. 

En efecto, el sargento mayor don Diego Flores de León que mandaba en la plaza, organizó la resistencia, y a pesar de la vacilación y del desconcierto de una parte de sus tropas, peleó resueltamente durante tres horas, y al amanecer puso a los asaltantes en precipitada fuga, causándoles pérdidas considerables. 

Las cabezas de los indios muertos en la refriega, fueron colocadas en escarpias en los alrededores del fuerte para aterrorizar al enemigo.

Después de esta jornada, García Ramón volvió a repetir sus correrías en la comarca vecina al río Cautín. Por todas partes los enemigos parecían atemorizados. Ocultos en los bosques y en las montañas, no osaban presentar combate, pero tampoco entraban en negociaciones de paz ni pretendían tratar del canje de sus cautivos. 

A fines de marzo, cuando creyó que la proximidad del invierno exigía su presencia en otra parte, el Gobernador dispuso la vuelta de sus tropas a la región del Biobío. Según sus cálculos, el fuerte de San Ignacio debía preparar la pacificación de las tribus del sur y favorecer la libertad de los españoles que los indios retenían en sus tierras. Para que esa plaza pudiera mantenerse durante el invierno, le dejó víveres abundantes para diez meses y le puso una guarnición de doscientos ochenta soldados escogidos. 

Don Juan Rodulfo Lisperguer, aquel acaudalado y arrogante capitán que en años atrás había tenido muy ruidosos altercados con el gobernador Ribera, fue designado para jefe de esa plaza.

Al apartarse de aquellos lugares para regresar al norte, García Ramón parecía convencido de que los trabajos y correrías de ese verano no eran estériles para la obra de la pacificación, y que los indios de la Imperial y de sus inmediaciones quedaban en cierto modo escarmentados. 

Sin embargo, el 2 de abril, al acercarse al río de Colpi, uno de los afluentes del Cautín, por el lado del norte, sus tropas se vieron acometidas por las emboscadas del enemigo, y si lograron sustraerse a una derrota, tuvieron que lamentar la pérdida de dos capitanes, Juan Sánchez Navarro y Tomás Machín, que gozaban de gran reputación de valientes, sin poder desalojar a los indios de las posiciones que ocupaban.

En los primeros días de agosto de 1606, aquellas tribus, incitadas seguramente por las de Purén, se pronunciaron en abierta rebelión. El coronel Pedro Cortés, que tenía el mando superior de las fuerzas españolas de esa región, se vio obligado a salir de nuevo a campaña a pesar de lo poco favorable de la estación, sin conseguir ventajas considerables sobre los indios.

La insurrección, sin embargo, seguía tomando cuerpo, y se hizo más poderosa en el interior. En Boroa, la plaza de San Ignacio se había sostenido bien durante todo el invierno. 

El capitán Juan Rodulfo Lisperguer, que mandaba su guarnición, hizo varias salidas por los alrededores, consiguió rescatar unos pocos cautivos españoles y tomar algunos indios prisioneros y no pocas provisiones. Entrando en tratos por medio de estos prisioneros con los caciques de esa comarca, llegó a lisonjearse con la esperanza de reducirlos a la paz. 

En el fuerte no faltaban los víveres; pero aquel estado de guerra imponía a su guarnición una fatiga constante. Algunos soldados, sea porque hubiesen recibido agravios de sus jefes, o porque quisieran verse libres del servicio que estaban obligados a hacer, se fugaron de la plaza y fueron a reunirse a los enemigos, dándoles consejos e informes que habían de ser fatales a los españoles.

En septiembre se había reconcentrado en aquellas inmediaciones un cuerpo considerable de indios, venidos, al parecer, de varias partes del territorio, y especialmente de Purén y de Tucapel. 
Las relaciones contemporáneas hacen subir su número a seis mil hombres de a pie y de a caballo, y les dan por jefes a los caciques Aillavilu y Paillamacu, y a un mestizo desertor llamado Juan Sánchez. 

Los españoles, sin sospechar el peligro que los amenazaba, continuaron haciendo salidas con más o menos precauciones. En una de esas salidas, encendieron una pira de leña a un cuarto de legua del fuerte y la dejaron ardiendo para volver en pocos días más a recoger el carbón, que les hacía falta. 

Advertidos de esto, los indios se colocaron cautelosamente en los bosques inmediatos, y con aquella vigilancia que sabían usar en este género de empresas, se mantuvieron quietos esperando el momento oportuno para el ataque.

No tardó en presentárseles la ocasión que buscaban. El 29 de septiembre (1606), Lisperguer salía de la plaza con ciento cincuenta soldados, y se dirigía a hacer cargar el carbón que debía hallarse preparado. Antes de mucho rato, sus avanzadas fueron acometidas por los indios; pero rompiendo sobre estos los fuegos de arcabuz, no tardaron en hacerlos retroceder. 

Sin embargo, el grueso de las fuerzas españolas llevaba apagadas las mechas; y los bárbaros, notando prontamente este descuido de sus contrarios, cargaron de golpe sobre ellas, y atropellándolo todo con sus lanzas y macanas, las fraccionaron en pequeños grupos. En esas condiciones, era imposible hacer una resistencia ordenada. 

A pesar de esto, los soldados españoles se defendieron con el valor heroico que infunde la desesperación; pero agobiados por las masas compactas de indios, sucumbían uno tras otro bajo los formidables y repetidos golpes que se les dirigían por todos lados. Lisperguer animaba a los suyos con su voz y con su ejemplo, y cuando le mataron su caballo, siguió peleando a pie. 

Recibió una lanzada en el pescuezo y un macanazo en la cabeza que le destrozó la celada, y al fin cayó acribillado de golpes y de heridas. Pasados los primeros momentos de resistencia, la jornada se convirtió en una espantosa carnicería. El campo quedó cubierto de cadáveres destrozados. Ni uno solo de los españoles consiguió volver al fuerte; y aparte de diez o quince que quedaron prisioneros, todos los demás fueron sacrificados por los implacables vencedores. Por el número de los muertos, era aquél el mayor desastre que jamás hubieran sufrido los españoles en Chile.

Las tropas que habían quedado de guarnición en el fuerte de San Ignacio, pasaron algunos días sin tener noticia cabal de la derrota y muerte de sus compañeros. El hecho de no volver la columna que había salido al campo, y la arrogancia de los indios que se acercaban a las trincheras con aire de triunfo, hacían comprender claramente que Lisperguer había sufrido un gran descalabro; pero no era posible calcular toda su magnitud. En esas circunstancias habría sido la mayor de las imprudencias el hacer una salida para recoger noticias. 

Por fin, un día se presentó en el fuerte el alférez Alonso Gómez, que había asistido a la batalla. Prisionero de los indios, había logrado escaparse de sus manos, y podía dar a los suyos los más amplios informes sobre todo lo ocurrido en aquella terrible jornada. Esos informes dejaban presentir que la plaza, sin poder comunicarse con los otros establecimientos españoles, estaba condenada a ser el teatro de las angustiosas calamidades de que ofrecía tantos ejemplos aquella guerra desapiadada e interminable.

Sin embargo, no faltó el ánimo a los españoles que defendían el fuerte, por más que los víveres no fueran abundantes y que hubiese muchos soldados enfermos e impedidos para empuñar las armas. Por falta de otro jefe de mayor antigüedad, tomó el mando de esa gente el capitán Francisco Jil Negrete, joven de veinticinco años, llegado a Chile con el refuerzo que vino de España el año anterior, pero preparado para la guerra por buenos servicios prestados en Flandes. 

Comenzó por reducir el fuerte a la sola porción que podía defender con las escasas tropas que tenía, mantuvo incesantemente la más activa vigilancia, rechazó con ventaja dos atrevidos ataques de los bárbaros y se mantuvo firme en su puesto durante dos meses enteros de asedio, de asechanzas y de privaciones. Sin embargo, ese puñado de valientes parecía destinado a sucumbir en un tiempo más o menos largo, en un desastroso combate o en medio de los horrores del hambre.

Se presentó a García Ramón un español llamado Rivas. Era éste uno de los pocos soldados que escaparon con vida en el desastroso combate de Boroa. Habiéndose libertado de las manos de los vencedores, vivía desde entonces oculto en los bosques, alimentándose con yerbas y frutas silvestres, y caminaba de noche con la esperanza de llegar a alguno de los establecimientos españoles. 

Al oír desde su escondite las cajas y trompetas de los suyos, había acudido presuroso a incorporarse en el ejército que expedicionaba en Purén. Rivas podía contar todo lo que había ocurrido en la pelea, pero ignoraba por completo la suerte que habría corrido la guarnición que quedaba en la plaza. Fácil es concebir la dolorosa sorpresa que aquellas noticias debieron producir en el campo español. 

Algunos capitanes, suponiendo irremediablemente perdido el fuerte de San Ignacio, y muertos a sus defensores, creían inútil pasar adelante, y no hablaban más que de dar la vuelta al norte. García Ramón, sin embargo, fue de distinto parecer; y con toda resolución determinó continuar su marcha hacía la región de la Imperial.

El 24 de noviembre (1606) llegaba a la plaza que desde dos meses atrás defendía heroicamente el capitán Francisco Jil Negrete. No faltaban víveres ni municiones; pero su guarnición estaba reducida a noventa y cuatro personas, incluidos los enfermos y los cautivos rescatados de manos del enemigo. 

De las tropas dejadas allí por García Ramón ocho meses antes, faltaban además de los soldados que fueron víctimas del desastre del 29 de septiembre, otros cuarenta y dos hombres muertos de enfermedades, o desertores pasados al enemigo. La subsistencia de la plaza de San Ignacio de Boroa, después de tales calamidades, parecía insostenible. 

Habiendo reunido a los capitanes en junta de guerra, el Gobernador resolvió despoblarla inmediatamente. Esta determinación, que era en realidad la censura más eficaz de los antiguos planes de García Ramón, y el desvanecimiento de sus más caras ilusiones, estaba fundada en motivos cuya fuerza no era posible desconocer. Era imposible, se decía, sustentar un fuerte colocado en el corazón del territorio enemigo, lejos de todo puerto de mar y que no podía ser socorrido sino enviando expediciones de más de quinientos hombres. 

Dos días después, todo el ejército se ponía en marcha para los distritos de Paicaví y Tucapel; y, aunque en su retirada dispersó algunos destacamentos de indios, sin poderles tomar muchos prisioneros, estas efímeras ventajas no compensaban en manera alguna el descalabro de Boroa, la pérdida de ciento cincuenta excelentes soldados y la vergüenza de haber tenido que abandonar un fuerte en que se fundaban tantas esperanzas.

Otros datos 

La palabra Boroa podría relacionarse con el mapuzugun "Forrowe" (lugar de huesos, osario).

Entre 1651 y 1652, planteóse en toda La Araucanía una verdadera trata de esclavos como en Nubia, haciéndose Boroa, como punto central del territorio, el mercado más concurrido de aquel horrible tráfico.

En 1653 Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán (el autor del "Cautiverio feliz"...) era comandante de Boroa (El nombre completo de su libro es "Cautiverio feliz y razón individual de las guerras dilatadas del Reino de Chile", escrito en 1673 y publicado en 1863).

El 14 de febrero de 1655 se inició un levantamiento general de los mapuche liderados por Quelentaru, originario de Purén, que abarcó desde el Maule hasta Chiloé.

Durante este levantamiento el Fuerte de Boroa fue atacado por Chicahuala.

En 1700 el fuerte fue reconstruido el maestre de campo Rebolledo junto a Diego de Rosales. Incluía un fuerte, muro y foso con una medida de 230 x 285 pies.

En el siglo XIX, las familias mapuche de la zona de Boroa participaron en las guerras de la independencia al lado del bando patriota. Viajaron a las pampas argentinas al terminar «la guerra a muerte» junto al cacique Coñoepán y los Vilu (Filu) de Maquehue, y allí fueron derrotados por el cacique Calfucura. 

Es quizá por esta razón que se mantuvieron alejados de los arribanos y de su alianza durante las décadas siguientes del siglo XIX; no participaron en las guerras contra el Ejército de Chile, cuyas incursiones punitivas no los alcanzaban por encontrarse lejos del campo de batalla y protegidos por dos enormes ríos. Sin embargo, en 1881, al levantarse todos los pueblos contra la ocupación de la tierra, el cacique principal de Boroa, Juan de Dios Neculmán, encabezó la rebelión.

En octubre de 1883, el gobierno decretó la fundación de una misión capuchina en Boroa y el lenguaraz del Lonko Neculmán fue enviado a Angol a buscar a los misioneros, quienes trajeron sus cosas en "treinta carretas" y fueron autorizados por el lonko para establecerse en 100 hectáreas de tierras que él les dio.

FUENTES: 
  • "La epopeya de Boroa", Revista Chilena de Historia y Geografía (1916). 
  • Barros Arana, Diego. Historia General de Chile. Tomo Tercero. 
  • Bengoa, José. Historia del pueblo mapuche: (siglo XIX y XX).



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