Por Sebastian Goldsack Trebilcock, Académico en Universidad de los Andes
Hay quienes siguen viendo a las comunicaciones corporativas como un
accesorio, un “acompañamiento” estético de las operaciones estratégicas. Sin
embargo, en el escenario actual, marcado por la volatilidad reputacional, la
presión de los stakeholders y el escrutinio social permanente, esta visión
resulta no solo insuficiente, sino peligrosa (por desgracia en Chile ejemplos
sobran).
Hoy, las comunicaciones deben entenderse como un asunto esencial de gobierno corporativo, a lo menos eso nos dejan casos emblemáticos como el de Volkswagen con el escándalo de emisiones “dieselgate”, Facebook (Meta) tras la filtración de datos de Cambridge Analytica, o United Airlines tras la expulsión forzada de un pasajero que nos muestran cómo una gestión comunicacional deficiente puede transformar una crisis puntual en una catástrofe reputacional y financiera, afectando la confianza, la cotización bursátil y la viabilidad a largo plazo de las compañías.
Revisamos solo 3 razones
En primer lugar, porque la comunicación es el vehículo principal de la legitimidad. No basta con operar de manera correcta; es necesario ser percibido como tal. La asimetría entre la acción y su interpretación social puede erosionar la confianza, incluso ante gestiones intachables. En este contexto, los directorios tienen la responsabilidad fiduciaria de asegurar no solo el cumplimiento normativo, sino también la construcción de relaciones de confianza con sus públicos de interés. Y ello depende, en gran parte, de cómo, cuándo y qué se comunica.
En segundo lugar, porque el riesgo reputacional ha dejado de ser un daño colateral para convertirse en un riesgo estratégico. Crisis de comunicación mal manejadas han destruido valor económico, forzado cambios de liderazgo e incluso llevado a la disolución de organizaciones completas. Incorporar las comunicaciones al gobierno corporativo implica asumir que el capital reputacional debe ser gestionado con la misma seriedad y método que los activos financieros: con políticas, protocolos, monitoreo constante y responsabilidad a nivel directivo.
En tercer lugar, porque la era digital y la hiperconectividad han democratizado el poder de influir. Las organizaciones ya no controlan el relato, solo participan en él. Esto exige una gobernanza de las comunicaciones que no sea meramente reactiva, sino anticipativa y estratégica, capaz de integrar la comunicación en la definición misma de las políticas corporativas y no solo en su difusión.
La comunicación no es solo una herramienta instrumental, sino una expresión de la cultura organizacional. Lo que una empresa comunica —y cómo lo comunica— refleja su visión del mundo, sus valores y sus prioridades. Un directorio que delega las comunicaciones sin supervisión estratégica delega también el relato de su identidad, de su propósito y de su promesa ante la sociedad.
En un mundo donde la confianza es el principal activo intangible, saber comunicar es saber gobernar.
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